domingo, 10 de junio de 2007

El Afiche

Las lágrimas arrastran las untuosas cremas cubiertas con los polvos intensos y se deslizan por su cara y sus manos, manchando el mármol de la pequeña cómoda. Levanta la vista, cansada, y la imagen que le devuelve el espejo la horroriza. Clava sus largas uñas violeta en las mejillas; un hilo de sangre corre por los profundos surcos que fue tallando la vida y se confunde con la roja boca despintada. ¿Cómo es posible que esa máscara ridícula sea ella? De un zarpazo limpia la cómoda de afeites y ungüentos, desparramando por el suelo el rubor que le produce la vergüenza de su propia visión... Esconde la cara entre los brazos que yacen sobre el frío mármol... y es justamente eso, el frío que recorre su cuerpo como una corriente eléctrica, que la hace reaccionar. Atropelladamente corre hasta el baño, abre la ducha y deja que el agua helada, en esa cruda mañana de invierno, despegue el maquillaje acumulado durante años sobre su piel y sobre su alma. Sale del baño envuelta en un amplio toallón blanco e intenta mirarse en el gran espejo del viejo ropero de roble que perteneció a su madre, que como única herencia, la acompaña en todas sus mudanzas por las distintas pensiones, pero duda, sabe que algo dentro y fuera de ella ha cambiado y no se atreve a enfrentarlo. Hace ya mucho tiempo que no mira su cuerpo desnudo, sólo la cara, en el espejo pequeño de la cómoda, al maquillarse. Ya se olvidó como se veía. Todavía persiste en su piel la fría sensación del mármol; se sienta sobre la cama, pensativa y dudosa. El afiche que vio en la calle la trastocó. Por fin, tomó el cepillo y peinó los largos cabellos rubios, se vistió con una camisa blanca, una falda de jean gastado, se abrigó con el tapado gris con cuello de visón sintético y partió para la peluquería. En el camino volvió a ver el afiche, que ratificó aún más la decisión tomada.

-Bien corto, como antes- le pidió al peluquero, casi como una orden- Quiero volver a mi color natural.

Salió de la peluquería con esa sensación extraña que producen los grandes cambios o las grandes decisiones. Sentía el viento en el cuello, liberado de los cabellos que tanto le costa mantener. Una rara tranquilidad la invadía. Abrió la puerta del cuarto, pero no encendió la luz. Se bajó de los altos zapatos rojos y comenzó a desvestirse lentamente, gozando del roce de esa ropa que se deslizaba por su cuerpo por última vez, presintiendo su imagen frente al espejo, que seguramente le devolvería la desnudez olvidada. Encendió la luz y cerró los ojos. Los fue abriendo lentamente. Vio su cabello, ahora oscuro y corto, enmarcando su cara angulosa, de pómulos varoniles. La nariz aguileña resaltando unos labios gruesos y agrietados. Miró su cuello, que ostentaba la saliente de una nuez de Adán que acostumbraba ocultar con un pañuelo o una gargantilla. Le gustaron sus hombros anchos, bien formados y el pecho con amplios pectorales. Tocó los pezones erguidos, por el profundo placer que le producía descubrir nuevamente su cuerpo. Bajó la vista, debajo del ombligo asomaban los primeros vellos oscuros, que bajaban enmarañados y tupidos, coronando su turgente sexo, que se balanceaba libremente, después de tantos años oculto y disimulado. Mientras se acaricia los muslos tersos, se mira las piernas bien formadas y fuertes. Siente complacencia ante la imagen que le devuelve el espejo. Había perdido la fe de volver a ser hombre nuevamente, desde aquella maldita noche en la que alguien, un poco en broma y mucho por joderlo, le sugirió la idea. Aceptó el desafío, consiguió algunas ropas de mujer y así empezó, casi como un juego... primero en reuniones con amigos, después en la calle, el primer trabajo en el sauna de un hotel y por fin, la consagración como estrella de una película condicionada. No obstante, todavía guardaba la inocente ilusión de pasar desapercibido, como si nadie se hubiera dado cuenta del cambio, hasta esta fatídica noche de ayer, cuando volvía de ver la película que la tenía como protagonista, sola, como siempre, y vio por la ventanilla del taxi que la llevaba de regreso a la pensión, el afiche que le golpeó la cara como un cachetazo. Hizo para el coche, se bajó y lo arrancó con furia. Le dolían las manos y el alma se le estrujó como el papel que acababa de tirar. Subió al coche, enferma de dolor y de vergüenza. Pero ahí nomás, a unos pocos pasos, otro afiche y otro... y otro, reclamando la atención desde las paredes. Le aterrorizó pensar en los afiches a la luz del día, ante los ojos de millones de personas.

Volvió la mirada hacia el espejo, gozando la felicidad de la redención... pero el resonar de pasos en la escalera y la voz de la encargada, lo sacaron del ensimismamiento:

-Señorita, señorita!- gritaba exaltada, olvidado lo epítetos con la llamaba, ante los reclamos por el frecuente atraso del alquiler de la pieza.

-¿Que pasa Carmen?- extrañada por el trato respetuoso –No le debo nada, estoy al día.

-Ya lo sé, pero es que ahí afuera hay un montón de personas, con micrófonos y cámaras. Dicen que son de la prensa... yo creo que deber ser por el afiche!

Esa última palabra le sonó como un mazazo y nuevamente un sudor frío le recorrió el cuerpo. Quiso llorar, pero no pudo, por aquello que le inculcaron de niño: “Los hombres no deben llorar”. Miró hacia la puerta, la encargada seguía llamándola. Dudó, todavía desnudo frente al espejo, clavó las uñas en la entrepierna, apretó los puños, tomó la bata de seda con florones multicolores, que pendía del perchero junto a la vieja y reseca peluca de largo pelo rubio, recogió algunas cremas y polvos del suelo, se sentó en el taburete frente al pequeño espejo de la cómoda, apoyó los brazos, el contacto con el mármol le hizo saltar las lágrimas, impidiéndole maquillarse...

Amanecer de fuego

Esa noche, el horror había invadido la ciudad... nada quedaba; imposible recordar lo vivido sin volverse loco. Él, como único sobreviviente, dejaba atrás el espanto. Ante sus ojos, un camino interminablemente largo, recto, desolado, se presentaba como la única salvación. Allá, en el final, esa luz incandescente, esas nubes rojas, anaranjadas, confundiéndose con el diáfano azul del cielo, como un amanecer que auguraba la esperanza, la vida...

Y comenzó a correr. Al principio avanzaba rápido, pero paulatinamente fue sintiendo una sensación de retroceso, como si cada paso adelante, fueran dos o tres hacia atrás. Y para colmo esos pinchazos en los tobillos! Miró hacia abajo, la tierra, se iba agrietando a su paso; comenzó a sentir el dolor de las heridas provocadas por esas garras peludas, fofas algunas o arrugadas otras, con uñas como estiletes, que expedían una sustancia gelatinosa, que le hacían resbalar, impidiéndole avanzar. El esfuerzo colmaba los límites de su energía, pero ahí adelante estaba la salvación, la luz... y siguió, como pudo, sin caer ni una sola vez, a pesar de las garras, que a medida que se acercaba a la meta, eran cada vez más feroces.

Ahora le quemaban, como las llamas de fuego lamiéndole los pies, las piernas y hasta las manos. A unos pocos pasos estaba el final de los horrores pasados y de ese terrible horror presente. Ya casi no quedaba distancia que lo separara del resplandor de ese sol vislumbrado desde lejos, que lo envolvía y calentaba sus entrañas. Por fin, llegó al borde... y se detuvo, alelado! En un momento lo comprendió todo... y lentamente, convertido en una bola de fuego, fue cayendo en el eterno amanecer del infierno. Y fue en ese instante, en ese preciso instante, cuando recordó que podía volar!..