lunes, 29 de octubre de 2007

brumas...

brumas...:

"brumas..."

jueves, 11 de octubre de 2007

La gaviota herida

La gaviota herida


Atardece en la playa solitaria. El mar gris, a principios del otoño; el cielo, acuarelado en rosados y celeste intenso, con lengüetazos de oro y cintas carmín. Desde la confitería, frente al mar, junto a mi amada, miro, a través de la ventana, los remolinos interminables que crea el viento jugando con la espuma, formando volutas sobre la arena, y el agua golpeando la única roca, que aparece y desaparece traes el velo de la bruma.

Todo parece responder a un plan predeterminado, un juego incesante del cual ninguno de los elementos puede escapar… De pronto, se abre la puerta de la confitería y el viento hace volar una servilleta de papel de nuestra mesa, blanquísima, que se suma al juego, semejando una gaviota que picotea en la arena, planea sobre las aguas y se moja con la bruma. La gaviota gira y gira, alocadamente, impulsada por el viento… hasta que, vencida, se estrella contra la roca, desfalleciente. Sobre una de sus alas, veo el rojo sangre de una herida.

Vuelvo la vista hacia mi amada y tomo sus manos, que acaban de dejar sobre la mesa otra servilleta de papel, blanquísima, manchada de rouge…

Milagro de soles

La bolsita esta allí, como siempre, dentro de esa caja de madera forrada en tela, que mi padre había hecho antes que yo naciera, para guardar esos papeles importantes. Un día se extravió la llave y mi madre cambió los papeles de lugar y abandonó la caja en un rincón del aparador del comedor. Sin darme cuenta, fui guardando en ella mis cosas de niño y adolescente: caracoles traídos del mar, juguetes sin ruedas o con la cuerda rota, algún bichito disecado envuelto en papel de almacén, las primeras poesías, las notitas recibidas… Esos secretitos, que son los verdaderos secretos (los que no compartimos con nadie, ni siquiera con un amigo) que quedan guardados para prevenirnos de la vulnerabilidad de nuestra memoria, casquivana y frágil… y allí está también la bolsita de papel con las manchas de tierra, con esas semillas grises con rayas negras. Están ahí desde la vuelta de mis primeras vacaciones en el campo de mis abuelos.


Ese día era el cumpleaños número cincuenta del abuelo; yo estaba en la cocina, tomando la leche con tostadas untadas con manteca y dulce casero, bajo la severa y vigilante mirada de mi abuela, que sabía de mi repulsión por el café con leche (lo que ella no sabía era que sí me gustaba preparado con la leche recién ordeñada). De pronto apareció mi abuelo, traía en las manos curtidas y embarradas un puñado de semillas, oscuras. Mientras me las mostraba, le pidió una bolsita a la abuela. Mientras me alargaba la bolsa con las semillas, me dijo: “Sembrálas y recibirás el sol de regalo”. Dio media vuelta y se fue. Yo tenía apenas siete añitos y no sólo no entendí el mensaje sino que tampoco me ocupé de averiguar de qué semillas se trataba.


Hoy yo también estoy cumpliendo cincuentas años, esa edad imprecisa entre la juventud que nos abandona y el otoño de la vejez que asoma cauteloso y, revisando mi vida, de pronto recordé aquel cumpleaños del abuelo en el campo y el regalo de las semillas. Por primera vez sentí curiosidad, busqué la vieja caja, olvidada en un rincón del aparador. Estaba vacía, solamente guardaba –extrañamente- la bolsita con las marcas de tierra de los dedos de mi abuelo sobre el papel patinado por el tiempo… y adentro, como un milagro, esas semillas grises con rayas negras. Las estrujé entre los dedos y las sentí vivas. Me invadió un impulso irrefrenable de plantarlas, fui a la cocina, busqué un cuchillo y en una pequeña porción de tierra, sembré las semillas –eran solamente nueve- lo bastante separadas unas de otras, porque había oído decir al abuelo que tenían que conservar cierta distancia para que la tierra les pudiera dar los nutrientes correspondientes a cada una de ellas.


Llegó el verano y una mañana plena de sol, me asomo por la ventana del dormitorio y, como un milagro, las semillas brotadas se habían convertido en unas plantas cuyos verdes tallos, casi de mi altura, estaban coronadas por una explosión de soles amarillos, intensos… ¡eran girasoles, las flores preferidas de mi abuelo! La emoción me nubló los ojos, busqué en un cajón de la cómoda la máquina de fotos, y me di cuenta que quedaba sólo una. Cuando me paro frente a la ventana y enfoco, de pronto noto con sorpresa que los girasoles se agitan y se vuelven hacia mí, como si una mano invisible los dirigiera. Disparo apresuradamente, porque siento que algo especial está sucediendo.


Cuando retiro las fotos del negocio, busco –sin saber bien por que- solo la última. Allí están los girasoles, refulgentes de sol… y entre ellos, apenas visible, como entre brumas, el rostro de mi abuelo, sonriendo como muy pocas veces lo había visto durante su vida! Pasó el verano, las flores oscurecidas, doblaron sus tallos. Me resisto a arrancarlas, sólo corto una, me extraña su peso y me doy cuenta que contiene cientos de semillas, iguales a las que planté. Me estremezco pensando que cada una de ellas se transformará en infinitos soles… Me siento feliz y sonrío, pensando en el milagro de la naturaleza, que guarda la vida en el corazón de cada semilla y en el milagro de la vida, que apresa en nuestro corazón el amor de las personas que amamos.

(A Claudia Cogo)

Cómo conocí a Ana
(La desaparición)


Todo fue tan rápido, tan sin palabras, tácito, que el final se mezcla con el principio…

Recuerdo, eso sí lo recuerdo bien, que entré, llevado por mi propia inercia, a esa librería que está sobre Corrientes, igual a todas, con montones de libros, carteles de oferta y esas miradas disimuladas, vigilantes, del personal de la casa. No recuerdo si había mucha o poca gente o si solamente estábamos ella y yo… Recorrí una de las mesas por tres de sus lados y cuado doblaba hacia el último lateral, reparé en un libre que me interesó. Estiré la mano, justo en el mismo momento en que ella acercaba la suya hacia el mismo libro. Cuando, muy levemente nos tocamos, sentí la sensación que rozaba el ala de un ángel. Levanté la vista y me encontré con su mirada que se había anticipado a la mía. Creo que retiré mi mano y bajé los ojos, confundido por una extraña sensación que no podría definir. Sentí que un calor intenso se apoderaba de todo mi cuerpo. La volvía a mirar y automáticamente extraje el manojo de llaves del bolsillo izquierdo de mi pantalón y sin decir palabra, salí del local.

Caminé despacio, adivinando su presencia detrás de mío, de taconear cansino y hasta me parecía sentir su aliento tibio en mi cuello, saboreando ese momento único, que presumía irrepetible, como todos los momentos importantes de la vida. Llegué a la entrada del edificio en el que vivo, abrí la puerta y deliberadamente no la empujé para que quedara abierta; quería darle tiempo a que entrara, inseguro que lo haría. Apreté el botón del ascensor casi temblando. Abrí la puerta y entré. Temía darme vuelta, pero por el espejo la vi allí parada, frente a la puerta del ascensor, con su vestido negro muy ajustado al cuerpo, el cabello oscuro, cortísimo y un par de enormes ojos, con una mirada triste que nunca supe que quería decirme, o sí?. Ante un gesto mío entró y se paró frente a mí. Creo que no pestañeó hasta que llegamos al piso 11 donde vivo. Cuando abrí la puerta del departamento, la misma actitud que frente al ascensor, pero esta vez entró sin esperar mi invitación, más decidida, como si se sintiera más segura y cobijada.

A partir de aquí, mi memoria se compone sólo de montones de imágenes confusas, en un remolino de sensaciones difíciles de ordenar. No tengo idea del tiempo transcurrido desde que entramos hasta que caímos desnudos, desmayados de placer, sobre la alfombra roja, único toque de color en ese pequeño ambiente gris en el que se desvanecían las horas brumosas de mi vida sin expectativas, dentro de esas paredes que por momentos me ahogaban y que ahora me parecían tan lejanas, hasta perderse de vista, formando un calidoscopio de brillantes colores.

El naranja dorado del atardecer cubrió nuestros cuerpos y el anochecer nos encontró fundidos en una especie de cuadro viviente de algún pintor cubista, en el que se sabía a quien pertenecía una pierna o un brazo o si eran dos cuerpos o uno solo; una cara de perfil y otra de frente, unidas en un beso interminable e inmóvil…. Y así nos sorprendió la luna, dibujando nuestros contornos plateados, ahora separados y laxos, en un estado de meditativa relajación. No me di cuenta cuando se levantó, sentí el ruido de la ducha y un momento después la vi parada en el vano de la puerta del baño, cubierta con mi bata de seda azul, el pelo mojado y mirándome con sus grandes ojos y me di cuenta que ella era todo lo que siempre había buscado en una mujer. Me sonrió, como si hubiera adivinado mi pensamiento, se vistió y se fue. Quise llamarla y me di cuenta que no solamente no sabía su nombre, sino que desde el primer instante del encuentro y hasta el momento en que se fue, no hubo entre nosotros una sola palabra.

Volvía a la tarde siguiente a la librería. Al rato de recorrer las mesas, descubrí el vestido negro, su pelo y sus ojos. Todo fue igual, día tras día, siempre sin palabras, solo con silencios y miradas. Ese era nuestro código. Tampoco sé cuantos días o meses pasaron, iguales, calcados sobre un molde que no nos dio lugar a modificar ni siquiera un silencio o una mirada. El tiempo estaba detenido, como borrado estaba todo lo que me rodeaba, sólo existíamos ella y yo…

Por primera vez, ayer no fui a la librería como todas las tardes. No tenía ganas, me olvidé, no quise o me cansé. Quien sabe lo que pasa por la mente cuando se rompe una rutina, aunque ésta nos produzca un profundo placer. Lo cierto es que hoy estoy aquí, en la misma mesa de saldos, recorriendo sin mirar los títulos de los mismos libros. De pronto, como siempre, veo sus zapatos de taco, su vestido ajustado, su pelo corto y sus grandes ojos negros. ¿Sus ojos…? Algo en ellos había de distinto, o habían cambiado de expresión o no eran los mismos ojos… Se acercó, como de costumbre y me preguntó:

-¿Esperás a Ana?

-Sí- le contesté, entre ansioso y confundido.

-No va a venir. Murió ayer.