jueves, 1 de enero de 2009








"EL HECHIZO"
(Una ficción sobre GardeL)Autor: MIGUEL FURNO

- I -

Esta historia no la viví, me la contaron. Hace unos años, compartía una habitación en una clínica con un señor mayor –yo era muy joven por entonces- quien desde el primer momento me resultó desagradable. Su presencia me molestaba de tal manera, al punto que jamás le hablé durante los cuatro o cinco días que duró la estadía, previos a su operación. Pero ironías del destino,
la noche anterior al día en que iban a operarlo, a poco de terminar la cena, aburrido -mi compañero, Don José, así lo llamaban, escribía, como siempre, no se que cosas en las servilletas de papel que guardaba cuando nos servían la comida (tarde supe que eran poesías)- encendí la radio portátil que saqué debajo de la almohada. Cantaba Gardel y cómo a mí, hasta ese entonces Gardel no me seducía mucho que digamos, me dispuse a correr el dial buscando otra emisora. Antes que lo hiciera –posiblemente esta vez el volumen debía estar un poco más alto que de costumbre- mi compañero me preguntó:

-El que canta es Gardel, no?

-Sí- le contesté, algo cortante y bastante molesto.

-Yo lo conocí- me respondió, evidentemente sin importarle mi tono áspero.

Estas tres palabras me sacudieron y produjeron en mí un efecto casi mágico. Me di vuelta hacia su lado y pude divisarlo en la cama, boca arriba, con el perfil dibujado por la luz de la luna que se filtraba por la ventana que tenía a mis espaldas.

-¡Ah sí?- le dije, sorprendido y con un tono algo más amable, como una invitación a que me contara algo sobre ese Gardel que estaba tan lejos en el tiempo, además muerto, que poco conocía yo de aspectos de su vida.

Mi respuesta fue el detonante que él esperaba, quizás desde hacía mucho tiempo, buscando la oportunidad para lanzarse a hablar, sin interrupción, ayudado por mi silencio, que a pesar del repentino interés, no quería ser cómplice de su relato. Pero mi curiosidad pudo más y me dispuse a escucharlo.

- II -

“Cuando joven, allá por el año 12 o 13, no recuerdo bien, yo era viajante de comercio de una firma de aquí, de la Capital, y recorría los pueblos de la Provincia de Buenos Aires, en los que me quedaba unos días, según la importancia del lugar, alojado casi siempre en el hotel más barato, para hacer alguna diferencia con el dinero que me daban para viáticos y alojamiento.

Una tarde de tantas, en pleno verano, caí a un pequeño pueblito cercano a Olavaria, no recuerdo su nombre, le digo más, creo que nunca lo supe, porque si había algún cartel que lo identificara, debería estar borrado o destruido. La primera impresión que me dio fue la de un lugar triste, pero como eran las tres de la tarde y ya se sabe como son los pueblos del interior a la hora de la siesta, no le di mucha importancia a mi observación. No obstante, ni bien entré al pequeño hotel –creo que era el único del pueblo- me llamó la atención el intenso movimiento dentro del lugar y sobre todo, un cierto nerviosismo en la gente, que iban y venían llevando, hacia un patio que se divisaba a través de una puerta y una ventana, con muchas plantas, mesas y sillas. Sus rostros, que se adivinaban tristes, mostraban en ese momento una cierta ansiedad y un dejo de oculta alegría y hasta me pareció que se entrecruzaban miradas cómplices. El patio parecía amplio y se lo veía con pequeñas manchas de sol, producidas por los resquicios que entre hoja y hoja se colaba por la parra que, con su sombra, servía de resuello en esa tórrida tarde de verano. Me acerqué al viejo escritorio de madera que servía de recepción y pedí una habitación a la persona que estaba del otro lado, dirigiendo el trabajo de la gente. Cuando me entregó la llave y a pesar que se lo notaba parco de palabras, no pudo con su curiosidad y con tono algo tímido pero amable, me preguntó:

-Viene por el cantor?- Aja!... pensé para mis adentros, así que un cantor era el motivo de tanto alboroto…

-No- le contesté, haciéndome el indiferente, pero con tono inquisitivo.

Viendo que el hombre se quedaba callado, me di cuenta que estaba perdiendo la oportunidad de enterarme de quien se trataba.

-Bueno, en realidad, algo supe –mentí- por eso decidí pasar la noche aquí- aunque no estaba muy convencido de la solidez de mi argumento. El hombre esbozó una sonrisa amigable.

-Sabe, no es frecuente que anden por estos pagos artistas y mucho menos cantantes y ni que decir que vengan de la Capital, como éste…

-De la Capital?- repetí con extrañeza.

-Como escucha! Y el de esta noche parece que es bueno, dicen que canta como los ángeles, le dicen “El morocho del Abasto”.

-Lindo apodo- balbuceé pensativo.

-Ojalá sea cierto eso de que canta como los ángeles! Es lo que estamos esperando desde hace tiempo, para romper “el hechizo”.

Mientras el hombre hablaba, me quedé pensando quien sería. Yo era un inmigrante español, llegado hacía dos años al país y no conocía muchos cantores y pensando en esto, no reparé en la última frase mencionada por el encargado, en lo referente “al hechizo”.

-Y cómo se llama?- le pregunté, pensando que quizás lo conociera.

-Carlos Gardel, canta tangos, Ud. lo conoce?

Busqué rápidamente en mi memoria, pero no vino ninguna imagen a mi mente. Poco estaba yo en la Capital, siempre viajando de un lugar a otro. Además, el tango por aquel entonces no estaba muy difundido, todavía no era tan popular, pero, eso sí lo sabía, se tocaba y se bailaba en el sur de la ciudad, en los suburbios y en lugares “non santos”, la mayoría, regenteado por mujeres. No obstante… recordaba un cartel con la foto de un hombre con sombrero ladeado, de amplia sonrisa y debajo del afiche, el nombre –que no recordaba- con una frase referida al Abasto. No cabía duda que debía tratarse de la misma persona… aunque no sé, quizás se refería a algún actor o algún político y no a un cantor.

Tomé la llave y el buen hombre me acompañó a mi habitación, sin decir palabra. Seguramente estaba esperando mi respuesta. Cuando me alcanzó mi pequeña maleta, noté la inquisición en su mirada.

-No, no lo conozco- cumplí.

-Que lástima, para nosotros es tan importante que todo lo que se dice de él sea cierto… por el “hechizo”, sabe?- se lamentó mientras cerraba la puerta tras de si.

Me quedé parado en medio de esa árida habitación de hotel, pobres o lujosas, pero siempre impersonales, sin nuestro olor ni nuestra historia, algo contagiado por la ansiedad que imperaba en el hotel. Abrí la maleta y de pronto, esas dos palabras que había repetido varias veces el encargado me golpearon en la nuca: el hechizo, el hechizo… Quedé unos instantes paralizado; iba a comenzar a sacar la ropa de la valija, pero la curiosidad pudo más y salí corriendo de la habitación, bajé a los saltos la crujiente escalera de madera; abajo seguía el trajinar de hombres y mujeres que ahora llevaban manteles y vajilla, ansiosos como siempre. Me abalancé sobre el mostrador, el encargado que estaba distraído, vigilante de que todo estuviera en orden, se sorprendió, casi asustado por mi inesperada presencia y seguramente por la expresión de mi rostro. Sin darle tiempo a reaccionar, le pregunté:

-¿Qué hechizo?

-¿Cómo?- dándose una tregua para restablecerse.

-Usted habló de un hechizo y lo relacionó con el cantor, ese tal Gardel, el que esta noche va a cantar en el patio…

-Ah, “el hechizo” –ya calmado- perdone, pero con tanto movimiento, por un momento casi lo había olvidado.

Seguramente habrá notado la curiosidad reflejada en mi rostro, porque se dio vuelta, me convidó con una ginebra, se sirvió una para él y, acodado sobre el mostrador, esto es lo que contó:

“En éste Hotel, desde hace ya casi 30 años, todos los sábados, sin excepción, se realizaban bailes en el patio que Usted ve a su derecha. Algunas veces también los hacíamos en vísperas de feriados, pero no siempre. A lo largo de estos años muchas cosas pasaron en estos bailes, algunas buenas, otras no tanto, pero ninguna como lo sucedido en ese mes de Diciembre de hace siete años, un 11 de Diciembre para ser más exactos. Por esa circunstancia es que cada baile, desde entonces, nos tiene tan conmovidos, ya que este hecho ha cambiado de alguna manera la fisonomía del pueblo, alegre y tranquilo, con sus trabajos de siembra y cosecha, los casamientos, los velorios y la expectativa del baile de los sábados, que pasó de ser alegre y tranquilo a un pueblo triste, agobiado y ansioso de un milagro que lo saque de este ostracismo. Algunas veces renacen nuestras esperanzas cuando viaja algún cantor de pueblos vecinos y en muy contadas ocasiones, alguien de la Capital o de Rosario. Por aquella época éste pueblo era mucho más chico, no obstante contaba con algunas familias adineradas, sobre todo Don Ildefonso Perales, un poderoso terrateniente, del que nunca se supo de donde vino, porque nacido aquí, no era. Su fama de hombre fuerte, no sólo de carácter, sino también de dinero y tierras, se había ganado el respeto y también el temor de quienes para él trabajaban y también el de sus vecinos, todo esto acentuado por su rudo aspecto físico, de estómago prominente y su desagradable rostro, enjuto y con un rictus de eterno malhumor. El tono autoritario y despreciativo con que se dirigía a su gente y sobre todo ese aire de superioridad que se acentuaba aún más cuando se pavoneaba por las calles y sobre todo en el baile de los sábados, con la bellísima Felicia, una joven del pueblo, que huérfana de muy mocita, habíase quedado viviendo sola en la casa de sus padres, apenas a unos metros de este hotel, en una humilde casita que alguna vez fue blanca y florida. Cuando salga, fíjese hacia la esquina, donde comienzan los negocios, la va a reconocer enseguida, porque ahora tiene un aspecto de total abandono y por su única ventana, de postigos verdes, que hoy sábado, estarán entreabiertos y verá, detrás de los visillos, unos tremendos ojos grises, atisbando desde las sombras. Así eran los ojos de la mujer que había conquistado Don Ildefonso Perales, grandes y vivaces ojos grises, cabello como la miel rojiza y alegre figura, de piel seductoramente cetrina. Desenfadada y segura, sabiéndose cobijada por el personaje más temido, rico y respetado de este lugar. A pesar de los comentarios por la diferencia de edad y por su ligereza, las mujeres la admiraban y algunas hasta la envidiaban secretamente. Ni que hablar de los hombres, que la deseaban sin excepción, pero sólo con el pensamiento o con miradas, ladinas y furtivas, ya que a ninguno se le hubiese ocurrido traspasar la frontera del pensamiento o la barrera de una mirada que pusiera en evidencia sus íntimas intenciones. Fuera de esto, nadie hubiera imaginado otra consecuencia de esta relación. Sólo La Marigayna, una especie de bruja, que no sólo tira las cartas, sino que a la vez hace de curandera y además, partera de los pocos niños que aquí nacen. Esta mujer sin edad, con experiencia de la vida, miraba con recelo esa relación de la Felicia y alguna que otra vez había hecho un feo comentario, algo así como que “ese entrevero con Don Ildefonso iba a traer la desgracia a este pueblo”. Aparentemente todo transcurría normalmente, hasta el día fatídico en que cayó por estos pagos, como usted hoy, un comisionista que venía a hacer no sé que trámites sucesorios de unas tierras de esta zona. Hombre joven, Justo Herrera era su nombre, bien parecido, morochón, de cabellos ensortijados, traviesos y brillantes ojos negros, cara de facciones amables; siempre sonriente, de voz seductora, culto y educado. Trajeado, con impecable camisa blanca y moño de seda, que cambiaba en cada ocasión. Todo su aspecto impresionaba agradablemente, sensación que se acrecentaba cuando uno entraba en conversación con él. Llegó un viernes y como es mi costumbre, el otro día, apenas apareció por aquí abajo, lo anoticié del baile, por si quería divertirse un rato, igual como hago con usted para esta noche.”

-Gracias, pero siga por favor.

“Bueno, el hombre agradeció la invitación y salió a ver las tierras en cuestión, por las que estaba en el pueblo. Volvió a la tardecita, cuando ya el patio estaba engalanado. Apenas entró, preguntó:

-A que hora es la comida?

-Hoy no se cena en el comedor, se sirve en el patio, durante el baile.

-Bien, a las 9 bajo.

A esa hora, en punto, lo vi aparecer bajando la escalera. Impecable, con traje gris oscuro, camisa patito, moño de seda bordó y zapatos negros de charol. Su aspecto era armónico y agradable, sólo una cosa me inquietó, sin saber porque, el clavel rojo sangre en la solapa izquierda, arriba del pañuelo perfectamente doblado, también patito. Fue como esos presagios, a los que generalmente no les damos importancia porque no tienen un asidero, hasta que sucede algo que nos hace recordar ese momento. Me saludó con la mano en alto y se dirigió directamente al patio, ocupando una de las dos mesas que quedaban libres, frente a la puerta de acceso y a la otra mesa desocupada, precisamente en el otro extremo a la del forastero. Otra vez me invadió la sensación de intranquilidad, ahora un poco más concreta, ante al certeza que el destino estaba moviendo unos hilos invisibles y no eran precisamente de buenos augurios… No pasó mucho rato cuando llegó Don Ildefonso y colgada de su brazo, la Felicia, radiante como nunca, con un vestido blanco con puntillas y cintas, ajustado, de resbaladiza seda resaltando cada movimiento inquieto y ardiente de su cuerpo, reflejando una juventud que no sabía de términos medios. Como únicos adornos, su eterna sonrisa de labios carmín, sensuales, el gris de sus ojos, la cascada de los cabello desparramados sobre uno de sus hombros desnudos… y el enorme tajo del vestido, que iba desde el ruedo hasta la mitad del muslo derecho, dejando al descubierto la pierna enfundada en la blanca media de muselina, coronada con un clavel color sangre. Otra vez el confuso presentimiento, el mismo clavel que Justo Herrera lucía en la solapa. De pronto recordé el comentario de La Marigayna y un escalofrío corrió por mi espalda. Entrar al patio la Felicia y su hombre y encontrarse de pronto con un par de ojos negros, que deslumbrados la desnudaban en cada parpadeo, fue cosa de un instante. Sintió la sangre bullirle como un torrente y descubrir que a ambos les había pasado lo mismo la tranquilizó un poco. Las mejillas le ardían cada vez que el hombre la miraba. La situación se sintió en el aire, que parecía suspendido en la respiración inaudible y contenida de los presentes. Una vez sentados, comenzó el juego de miradas, leves sonrisas, gestos imperceptibles. Los ojos negros adquirieron un nuevo brillo y el corazón de la mujer galopaba por primera vez, gritándole su condición de hembra joven y plena, virgen de amor y ternura. Para nadie pasó inadvertido lo sucedido entre ambos, sobre todo para La Marigayna, que oculta tras unos altos macetones, en medio de la tupida enredadera, tenía un completo panorama de los acontecimientos. Solamente Don Ildefonso, imbuido en su orgullo, vivía la noche alegre y despreocupado, ajeno a la tormenta que, para todos, se avecinaba.”

El encargado tomo un vaso de agua para darse un respiro, se notaba que el revivir los acontecimientos lo trastocaba. Además no dejaba de vigilar todo el movimiento de la gente que estaba dando los últimos toques al patio.

-Siga por favor- lo insté, ansioso y desconsiderado.

“Lo que siguió es de imaginar: citas furtivas, encuentros que parecían casuales, besos robados, roces imperceptibles que pretendían ser caricias y el deseo, devorándolos, robándoles el sueño y la tranquilidad… y por fin, el amor, a puertas cerradas, a oscuras, en la casita blanca de la Felicia, como podían y cuando podían. Justo, que había venido por tres días, hacía ya tres meses que estaba en el pueblo. Todo parecía transcurrir sin riesgos ni inconvenientes, a pesar que el pueblo entero conocía la historia, pero el temor que inspiraba Don Ildefonso hacía que nadie, ni el más osado, ni el más cercano, tuvieran el coraje de contarle una palabra sobre la conducta de su mujer. Ése sábado, como cualquier otro, el baile estaba en sus comienzos. La Felicia y su hombre habían llegado más temprano que de costumbre y estaban sentados en la misma mesa frente a la puerta de entrada al patio, en la que meses atrás ocupara el dueño de los ojos negros que deslumbraron a la Felicia. Esa noche actuaba un cantor de voz oscura, sombría como su aspecto, lo que había logrado que si bien la gente bailaba y aparentemente se divertía, la atmósfera estaba enrarecida y se respiraba un aire pesado, como cuando está por desatarse una tormenta. La Felicia reía, más feliz que de costumbre, no así Ildefonso, en cuya expresión se adivinaba contrariado y con una ansiedad contenida, como si un pensamiento brumoso se hubiera instalado en su mirada. Sus ojos no dejaban de escudriñar más allá de la puerta de entrada, fijos en la escalera. El baile estaba en pleno apogeo, cuando apareció la figura de Justo Herrera, radiante como siempre. Pero apenas las lamparitas de colores del patio lo iluminaron a pleno, dejaron ver una oculta determinación, que le hacía perder frescura a sus ojos y le daban un aspecto inquietante. La Felicia, que en esos momentos llevaba a su boca una burbujeante copa con champagne, quedó paralizada, advirtiendo la intención de su amante… Los dos hombres cruzaron una mirada feroz y en el tiempo que dura un rayo, se abalanzaron uno sobre el otro, dos dagas brillaron y se cruzaron para atravesar la carne del rival. Los dos cuerpos cayeron en ese patio que no sabía que no conocía aún del color de la sangre corriendo por sus baldosas. Lentamente se fue acallando la música y el silencio envolvió por unos instantes el estupor que se apoderó de los ojos azorados que miraban esos pequeños arroyos formados por las dos sangres mezcladas por la pasión y la muerte. El grito de la Felicia mientras desgarraba el blanco vestido de seda –el mismo que vistiera la noche en que conoció a Justo- mientras corría despavorida hacia su cadáver, hizo reaccionar a los presentes. Se escuchó un ruido de hojas proveniente de la enredadera. La Marigayna, saliendo de entre las sombras, erguida en el centro del patio, después de dar vuelta con los pies descalzos bañados en sangre, los cuerpos de los dos hombres, uno con el metal atravesándole el corazón y al otro, la boca del estómago, dijo: “La Felicia se encerrará en su casa, de la que no saldrá hasta que no cante en este mismo patio un hombre cuyo canto se asemeje al de los pájaros del cielo. Mientras tanto, este pueblo no recuperará la alegría. El hechizo durará siete años, pasado los cuales, la Felicia morirá, encerrado en su casa sin ver jamás la luz del sol y este pueblo comenzará lentamente a desaparecer. Mojó su dedo índice en el charco de sangre e hizo una cruz en su frente. Giró sobre sus pasos y se perdió en la oscuridad de la noche, de esa noche que marcaría para siempre un cambio en la vida de este pueblo y en la alegría de los bailes de los sábados. Así fue la cosa amigo, por eso, cada vez que como hoy, llega algún cantor con ciertas referencias, renace la esperanza y el pueblo recobra un poco de la alegría perdida, ante la posibilidad que quizás sea quien realice el milagro y rompa el hechizo.”

Saliendo de a poco de mi perplejidad ante tamaña historia, comencé a hilvanar mis pensamientos.

-Y que fue de la Felicia?

-Allí está, encerrada en su casucha, ahora gris y abandonada. Durante la semana no se ve porque los postigos permanecen cerrados, pero los sábados, pero los sábados, desde muy temprano los abre, corre las viejas cortinas y se la puede ver, inmóvil, con el vestido de la noche trágica, el cabello largísimo y los ojos grises, enormes, vacíos y tristes, atisbando el movimiento, hasta que el baile finaliza y desalentada, cierra nuevamente la ventana hasta la próxima semana. Así, desde hace siete años.

-Siete años?- reflexioné –pero hoy es 10 de diciembre, quiere decir que mañana se cumple el plazo, según la sentencia de esa mujer!...

-La Marigayna. Así es mi amigo, por eso hoy es una noche muy especial y existe tanta ansiedad que sean ciertas las buenas referencias de este tal Carlos Gardel.

- III-

Me despedí del encargado y salí a la calle. Confundido y conmocionado, no recordaba siquiera cómo había caído a ese pueblo ni que tenía que hacer en él. Sin darme cuenta, me encaminé lentamente, mientras los acontecimientos bullían en mi cabeza, hacia la casucha que alguna vez fuera blanca. Allí estaba la inmutable figura de la mujer, de una belleza feroz, trasmutada por el dolor y la expectativa mascullado durante tantos años. El único indicio de vida era la pátina del tiempo, convirtiéndolo en un lugar tétrico.

Volví al hotel, después de caminar a la deriva, comprobando la tristeza del pueblo dolorido por la vieja sentencia. La noche iba cayendo. Antes de entrar, vi en la puerta del hotel un coche cubierto de polvo y barro, debido seguramente a un largo viaje, indudablemente se trataba del cantor, que supuse habría llegado. Pedí la llave y subí a la habitación, no sin antes dar un vistazo al patio. Iluminado con lamparitas de colores, guirnaldas de grandes flores de papel crepé; las mesas con impecables manteles a cuadros, algunas ya ocupadas. Todo el conjunto denotaba que esa noche, la última, nada debía fallar por si el milagro llegara a ocurrir.

Rápidamente, aprovechando que el baño del piso estaba vacío, me duché, me vestí con el otro juego de ropa limpia que siempre llevaba y bajé apresuradamente. Divisé una mesa vacía, bien ubicada como para dominar todo el panorama. Me hubiera gustado estar solo, pero pronto dos mujeres y un hombre me acompañaban. El lugar estaba repleto. Pedí algo de beber en el momento que el encargado tomaba el micrófono para anunciar:

-Señoras y Señores, desde Buenos Aires y para todos ustedes, canta hoy Carlos Gardel, el Morocho del Abasto!

Ante un silencio expectante, desde un costado de la escalera que daba la terraza, aparecieron dos guitarristas y del lado opuesto, vestido de gaucho y el chambergo ladeado, apareció Gardel.

-Era él- balbuceé, al ver su amplia sonrisa.

Un murmullo de admiración produjo su figura. Algo se agitó entre las sombras. Detrás de los añosos troncos de la parra, entre las enredaderas, La Marigayna comenzó a temblar, a juzgar por la agitación de las hojas. Las guitarras dieron los primeros acordes y la voz de Gardel iluminó los rostros de los presentes, borrando mágicamente los surcos del sufrimiento de los últimos siete años. Sus canciones y su simpatía tenían a todos sin aliento y sonrientes. Cantó largo rato un repertorio entre campero y ciudadano. En medio de aplausos y vivas, pidió permiso después de agradecer y se retiró. Los guitarristas continuaron tocando algunas piezas que la gente, entusiasmada, les pedía.

Cuando el viejo reloj del comedor comenzaba a sonar sus doce campanadas, apareció nuevamente Gardel, de smoking y moño, camisa a tablitas, brillante cabello engominado, iluminándolo todo con su sonrisa. El patio, después de tantos años, se había convertido en una verdadera fiesta. Gardel levantó una mano, pidiendo silencio.

-Quiero decirles que hoy, 11 de diciembre, es mi cumpleaños.

La gente enardecida, prorrumpió en gritos y felicitaciones. Gardel comenzó a cantar una serie de tangos, no muy conocidos por esos lugares, provocando la admiración de esa gente sencilla que sentía que, por fin, algo importante estaba pasando. Gardel, ajeno, cantaba y sonreía todo el tiempo, sorprendido por el alboroto que provocaba su presencia. Confesó que en ningún pueblo lo habían recibido de esa manera tan entusiasta. Naturalmente ignorando que la algarabía no sólo se debía a su voz y su canto, sino por lo que esto estaba provocando, el rompimiento del hechizo. La gente continuaba gritando y aplaudiendo.

-Canta como los pájaros del cielo- dijo alguien.

-Como un zorzal- aventuró otro.

-Sí, como el zorzal criollo!- fue el grito unánime.

“El zorzal criollo” fue coreado, como un bautismo. Detrás de la parra se oyó un ruido seco (después supimos que La Marigayna había caído muerta) y en ese preciso momento, una figura de mujer, de bellos ojos grises, cabellos como la miel rojiza, enfundada en un impecable de seda blanca, apareció en la puerta del patio, radiante y sonriente. Gardel, desde ahora “El zorzal criollo”, terminaba de entonar “Golondrinas”, con su canto afinado como el de los pájaros del cielo. Al ver a la Felicia, todos comprendieron. Gracias Gardel, gracias, gritaban todos al unísono.

- IV -

Dicen que el morocho nunca se olvidó de esa noche, por el recibimiento de la gente y el entusiasmo que provocaron sus canciones, sobre todo “Golondrinas”. Jamás se enteró del milagro que produjo su voz y su canto, como no se debe haber enterado de quien sabe cuantos milagros producidos por su voz y su presencia. Eso sí, llevó para siempre en sus oídos la noche en que lo bautizaron “El zorzal criollo”.