sábado, 18 de agosto de 2007

ESA VIEJA CANCIÓN MARINERA
Inspirado en el tango “Una canción” de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo



La copa del alcohol hasta el final
y en el final, tu niebla, bodegón,
monótono y fatal,
me envuelve el acordeón
en un vapor de tango que hace mal...
¡A ver, mujer!, repite tu canción
con esa voz gangosa de metal,
que tiene olor a ron
tu bata de percal
y tiene gusto a miel tu corazón.

Una canción
que me mate la tristeza,
que me duerma, que me aturda
y en el frío de esta mesa,
vos y yo, los dos en curda.
¡Los dos en curda!
Y en la pena sensiblera
que me da la borrachera,
yo te pido cariñito,
que me cantes como antes,
despacito, despacito,
tu canción una vez más.

La dura desventura de los dos
nos lleva al mismo rumbo, siempre igual
y es loco vendaval
el viento de tu voz
que silba la tortura del final.
¡A ver, mujer! ¡Un poco más de ron!
y ciérrate la bata de percal,
que vi tu corazón
desnudo en el cristal,
temblando al escuchar esta canción.


-------------- o --------------




El ruido le hace levantar la cabeza y la bata de percal turqueza se le desliza por los hombros, dejando al descubierto sus pechos vencidos por los años y el dolor. A pesar de la borrachera puede verlo avanzar, tambaleante de alcohol, entre las mesas vacías. Antes que llegara a la mesa ella comenzó a entonar aquella vieja canción que le había enseñado su abuelo marino.

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Los primeros rayos del sol se filtran por los sucios vidrios del bodegón, perfilando los dos cuerpos adormecidos sobre la mesa, abatidos por la soledad y el ron. Mas allá, en las habitaciones, las mujeres que venden amor, duermen. Unas encerradas en las piezas, desmayadas de sopor y sexo, otras despatarradas en el patio, buscando el fresco de la parra. Afuera la ciudad despierta al trabajo. El bullicio reemplaza al sórdido silencio del bodegón y la luz comienza a disipar la bruma del humo. Lentamente ella levanta la cabeza, el resabio del alcohol le nubla la memoria y la vista, llevándola al pasado: Mira las paredes, reconoce el cartel con el nombre del bodegón: “Los Angelitos”. Repara en los cuadros de aquellos artistas noveles: Berni, Spillibergo, Urruchúa; se ve sentada en la misma mesa, rodeada de hombres y marineros que le piden que cante. Recuerda una canción que le enseñara su abuelo cuando chica y comienza a entonarla. El bodegón está alegre, bullicioso, son otros tiempos, otra gente... En medio de la canción lo ve abrirse paso entre las mesas, con su impecable traje de hilo crudo y el sombrero panamá en la mano. Lo recuerda con su radiante sonrisa, enmarcada por el frondoso cabello rubio. Abrumada por el dolor de la nostalgia, vuelve de los recuerdos, recuesta la cabeza entre las manos, mira los cuadros actuales, de otros artistas, también noveles, y el cartel del bodegón, ahora ajado y sucio, triste, con el nombre con un agregado, como adaptándose a esta época mugrosa y decadente del Cafetín: “Los Angelitos Negros”- Cierra los ojos en el mismo momento que él los abre. La ve ahí, desgreñada, con un rictus amargo en su boca despintada, el escote de la bata de percal reflejado en el sucio cristal de la mesa y el recuerdo de aquella primera vez, hace tantos años!... cuando entró al bodegón por curiosidad y aburrimiento. No solía frecuentar esos lugares sórdidos cercanos al puerto, pero la divisó desde afuera, en medio de las volutas de humo; entró y la vió brillante, alegre, rodeada de un hombre y dos marineros, con un vestido de seda blanca y un largo collar de perlas que jugaba en sus manos, mientras canta una canción de amor que le recordaba las que entonaban los marineros en sus reiterados viajes a Europa... Ahora la ve ahí, tirada sobre el frío cristal de la mesa; le acaricia el cabello desteñido y el corazón se le estruja en lágrimas. Las raíces canosas son el reloj que le marca el tiempo perdido.

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La sirena de un barco próximo a partir lo hace reaccionar, le acomoda la bata, se levanta y la alza en sus brazos; entredormida, ella se aferra a él que la besa dulcemente. Sale a la calle, el sol va disipando el amanecer, se oye nuevamente la sirena del barco, la aprieta con fuerza contra su pecho, palpa el bolsillo del saco, constatando que los pasajes están ahí, se apura, corre, cruza la explanada. Dos marineros lo esperan para indicarle su camarote. La deposita sobre la cama. Ella abre los ojos y lo ve, sonriente, acariciándola dulcemente.

-¿Dónde estamos?- pregunta, mirando a su alrededor, con una mezcla de extrañeza y placer.

-No preguntes, sólo entona aquella vieja canción- le contesta él, mientras le refresca el rostro con una toalla mojada en agua perfumada. Ella comienza a sentir la extraña sensación de una felicidad ya olvidada. Se levanta, emocionada y feliz, se quita la bata, y desnuda, comienza a cantar y bailar, arrojando en un segundo treinta oscuros años de vida soterrados en su alma; él la mira emocionado, abre los brazos y ella se arroja en ellos; siente el abrazo cálido, demorado en el tiempo; un largo beso resucita el viejo placer que le producen esos bigotes espesos, en donde hunde sus labios húmedos...

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El mediodía los encuentra dormidos, un rayo de sol les ilumina los párpados, despertándolos.

-¿A donde vamos?

-Ya no importa. Ves el horizonte? Como nosotros, es sólo una línea entre el mar cielo, eterna, como nuestro amor

Ella hunde la cabeza en su brazo, que aún vigoroso, la aprieta dulcemente.

-Se me fue la vida pensando en vos, a cada instante, esperándote.

-Lo sé, porque yo viví todos estos años para este encuentro. Ven, recuéstate, el champagne espera, bebamos y comenzemos el viaje!- le contesta él, mientras sirve las dos copas, que ya contienen el veneno.










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