sábado, 18 de agosto de 2007

Cuando florecían los naranjos
(Inspirado en el tango “Naranjo en flor” de los hermanos Expósito)

Las pisadas estaban ahí, como todos los días, sobre la arenosa tierra mojada; las conocía por el ángulo de los pies, por lo pequeñas y por los dedos mayor mucho más largos que los demás. Además el pie derecho tenía los dos primeros dedos unidos hasta la mitad. Cuánto tiempo había pasado desde aquella tarde en la que ella lo miró con esa profunda tristeza cuando se despidieron como siempre, pero él sabía que esa era la última vez, conocía sus miradas. Esa tarde, inolvidable, estaban florecidos los naranjos. Casi no hubo palabras, sólo miradas, caricias y besos, como nunca lo habían hecho. Esto también sabía a despedida, pero borró el pensamiento ante el temor que le producía sólo el intuir no verla más.
Y fue así nomás. Al otro día volvió a la playa. Como siempre vio las pisadas en la arena, pero no divisaba, en medio de la soledad de la playa vacía, la querida figura que levantaba los brazos al verlo y corría hacia él. Llegó hasta el agua, miró hacia todos lados, buscándola; sabía que no estaba, pero no podía convenserce. Esperó, parado en el mismo lugar, inmóvil, hasta que la luna lo inundó de plata. (Sabía) que la tarde anterior había sido la última, pero decidió que acudiría cada atardecer al encuentro amoroso. No sabía, y ni siquiera hubiera llegado a imaginar, que cada tarde encontraría sobre la tierra arenosa, las pisadas de ella, por distintas sendas, como si acudiera, cada tarde, a la cita. Durante todo ese día y todos los días posteriores, que fueron muchos, contados en años, pensó que habría pasado esa última tarde. Se atormentó pensando... sus manos se derritieron en caricias; esa tarde en que sus ojos jamás la habían mirado con tanto amor; si todo se había confabulaba para ser la mejor, pero también –lo había presentido- para ser la última. Recuerda, vívidamente como el perfume de los naranjos florecidos –cómplices del amor- se confundía con la tenue bruma del rocío. Y así pasó el tiempo, mucho, (contado en años), hasta hoy, cuando volvió de otra de las mil esperas inútiles, con el interrogante de las pisadas intacto, sin resolver, como uno de los tantos crucigramas de la vida . . .

Llegó la noche, implacable de sombras. Caminó por la vieja arboleda. Sentía un inmenso dolor en el pecho. Miró esos árboles oscuros, tristes y se sintió uno con ellos, unido por la soledad y el dolor.

Pero el regreso de hoy sería distinto, debajo de la puerta de entrada había una carta, sin sello postal.


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