jueves, 11 de octubre de 2007

Cómo conocí a Ana
(La desaparición)


Todo fue tan rápido, tan sin palabras, tácito, que el final se mezcla con el principio…

Recuerdo, eso sí lo recuerdo bien, que entré, llevado por mi propia inercia, a esa librería que está sobre Corrientes, igual a todas, con montones de libros, carteles de oferta y esas miradas disimuladas, vigilantes, del personal de la casa. No recuerdo si había mucha o poca gente o si solamente estábamos ella y yo… Recorrí una de las mesas por tres de sus lados y cuado doblaba hacia el último lateral, reparé en un libre que me interesó. Estiré la mano, justo en el mismo momento en que ella acercaba la suya hacia el mismo libro. Cuando, muy levemente nos tocamos, sentí la sensación que rozaba el ala de un ángel. Levanté la vista y me encontré con su mirada que se había anticipado a la mía. Creo que retiré mi mano y bajé los ojos, confundido por una extraña sensación que no podría definir. Sentí que un calor intenso se apoderaba de todo mi cuerpo. La volvía a mirar y automáticamente extraje el manojo de llaves del bolsillo izquierdo de mi pantalón y sin decir palabra, salí del local.

Caminé despacio, adivinando su presencia detrás de mío, de taconear cansino y hasta me parecía sentir su aliento tibio en mi cuello, saboreando ese momento único, que presumía irrepetible, como todos los momentos importantes de la vida. Llegué a la entrada del edificio en el que vivo, abrí la puerta y deliberadamente no la empujé para que quedara abierta; quería darle tiempo a que entrara, inseguro que lo haría. Apreté el botón del ascensor casi temblando. Abrí la puerta y entré. Temía darme vuelta, pero por el espejo la vi allí parada, frente a la puerta del ascensor, con su vestido negro muy ajustado al cuerpo, el cabello oscuro, cortísimo y un par de enormes ojos, con una mirada triste que nunca supe que quería decirme, o sí?. Ante un gesto mío entró y se paró frente a mí. Creo que no pestañeó hasta que llegamos al piso 11 donde vivo. Cuando abrí la puerta del departamento, la misma actitud que frente al ascensor, pero esta vez entró sin esperar mi invitación, más decidida, como si se sintiera más segura y cobijada.

A partir de aquí, mi memoria se compone sólo de montones de imágenes confusas, en un remolino de sensaciones difíciles de ordenar. No tengo idea del tiempo transcurrido desde que entramos hasta que caímos desnudos, desmayados de placer, sobre la alfombra roja, único toque de color en ese pequeño ambiente gris en el que se desvanecían las horas brumosas de mi vida sin expectativas, dentro de esas paredes que por momentos me ahogaban y que ahora me parecían tan lejanas, hasta perderse de vista, formando un calidoscopio de brillantes colores.

El naranja dorado del atardecer cubrió nuestros cuerpos y el anochecer nos encontró fundidos en una especie de cuadro viviente de algún pintor cubista, en el que se sabía a quien pertenecía una pierna o un brazo o si eran dos cuerpos o uno solo; una cara de perfil y otra de frente, unidas en un beso interminable e inmóvil…. Y así nos sorprendió la luna, dibujando nuestros contornos plateados, ahora separados y laxos, en un estado de meditativa relajación. No me di cuenta cuando se levantó, sentí el ruido de la ducha y un momento después la vi parada en el vano de la puerta del baño, cubierta con mi bata de seda azul, el pelo mojado y mirándome con sus grandes ojos y me di cuenta que ella era todo lo que siempre había buscado en una mujer. Me sonrió, como si hubiera adivinado mi pensamiento, se vistió y se fue. Quise llamarla y me di cuenta que no solamente no sabía su nombre, sino que desde el primer instante del encuentro y hasta el momento en que se fue, no hubo entre nosotros una sola palabra.

Volvía a la tarde siguiente a la librería. Al rato de recorrer las mesas, descubrí el vestido negro, su pelo y sus ojos. Todo fue igual, día tras día, siempre sin palabras, solo con silencios y miradas. Ese era nuestro código. Tampoco sé cuantos días o meses pasaron, iguales, calcados sobre un molde que no nos dio lugar a modificar ni siquiera un silencio o una mirada. El tiempo estaba detenido, como borrado estaba todo lo que me rodeaba, sólo existíamos ella y yo…

Por primera vez, ayer no fui a la librería como todas las tardes. No tenía ganas, me olvidé, no quise o me cansé. Quien sabe lo que pasa por la mente cuando se rompe una rutina, aunque ésta nos produzca un profundo placer. Lo cierto es que hoy estoy aquí, en la misma mesa de saldos, recorriendo sin mirar los títulos de los mismos libros. De pronto, como siempre, veo sus zapatos de taco, su vestido ajustado, su pelo corto y sus grandes ojos negros. ¿Sus ojos…? Algo en ellos había de distinto, o habían cambiado de expresión o no eran los mismos ojos… Se acercó, como de costumbre y me preguntó:

-¿Esperás a Ana?

-Sí- le contesté, entre ansioso y confundido.

-No va a venir. Murió ayer.










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