jueves, 11 de octubre de 2007

Milagro de soles

La bolsita esta allí, como siempre, dentro de esa caja de madera forrada en tela, que mi padre había hecho antes que yo naciera, para guardar esos papeles importantes. Un día se extravió la llave y mi madre cambió los papeles de lugar y abandonó la caja en un rincón del aparador del comedor. Sin darme cuenta, fui guardando en ella mis cosas de niño y adolescente: caracoles traídos del mar, juguetes sin ruedas o con la cuerda rota, algún bichito disecado envuelto en papel de almacén, las primeras poesías, las notitas recibidas… Esos secretitos, que son los verdaderos secretos (los que no compartimos con nadie, ni siquiera con un amigo) que quedan guardados para prevenirnos de la vulnerabilidad de nuestra memoria, casquivana y frágil… y allí está también la bolsita de papel con las manchas de tierra, con esas semillas grises con rayas negras. Están ahí desde la vuelta de mis primeras vacaciones en el campo de mis abuelos.


Ese día era el cumpleaños número cincuenta del abuelo; yo estaba en la cocina, tomando la leche con tostadas untadas con manteca y dulce casero, bajo la severa y vigilante mirada de mi abuela, que sabía de mi repulsión por el café con leche (lo que ella no sabía era que sí me gustaba preparado con la leche recién ordeñada). De pronto apareció mi abuelo, traía en las manos curtidas y embarradas un puñado de semillas, oscuras. Mientras me las mostraba, le pidió una bolsita a la abuela. Mientras me alargaba la bolsa con las semillas, me dijo: “Sembrálas y recibirás el sol de regalo”. Dio media vuelta y se fue. Yo tenía apenas siete añitos y no sólo no entendí el mensaje sino que tampoco me ocupé de averiguar de qué semillas se trataba.


Hoy yo también estoy cumpliendo cincuentas años, esa edad imprecisa entre la juventud que nos abandona y el otoño de la vejez que asoma cauteloso y, revisando mi vida, de pronto recordé aquel cumpleaños del abuelo en el campo y el regalo de las semillas. Por primera vez sentí curiosidad, busqué la vieja caja, olvidada en un rincón del aparador. Estaba vacía, solamente guardaba –extrañamente- la bolsita con las marcas de tierra de los dedos de mi abuelo sobre el papel patinado por el tiempo… y adentro, como un milagro, esas semillas grises con rayas negras. Las estrujé entre los dedos y las sentí vivas. Me invadió un impulso irrefrenable de plantarlas, fui a la cocina, busqué un cuchillo y en una pequeña porción de tierra, sembré las semillas –eran solamente nueve- lo bastante separadas unas de otras, porque había oído decir al abuelo que tenían que conservar cierta distancia para que la tierra les pudiera dar los nutrientes correspondientes a cada una de ellas.


Llegó el verano y una mañana plena de sol, me asomo por la ventana del dormitorio y, como un milagro, las semillas brotadas se habían convertido en unas plantas cuyos verdes tallos, casi de mi altura, estaban coronadas por una explosión de soles amarillos, intensos… ¡eran girasoles, las flores preferidas de mi abuelo! La emoción me nubló los ojos, busqué en un cajón de la cómoda la máquina de fotos, y me di cuenta que quedaba sólo una. Cuando me paro frente a la ventana y enfoco, de pronto noto con sorpresa que los girasoles se agitan y se vuelven hacia mí, como si una mano invisible los dirigiera. Disparo apresuradamente, porque siento que algo especial está sucediendo.


Cuando retiro las fotos del negocio, busco –sin saber bien por que- solo la última. Allí están los girasoles, refulgentes de sol… y entre ellos, apenas visible, como entre brumas, el rostro de mi abuelo, sonriendo como muy pocas veces lo había visto durante su vida! Pasó el verano, las flores oscurecidas, doblaron sus tallos. Me resisto a arrancarlas, sólo corto una, me extraña su peso y me doy cuenta que contiene cientos de semillas, iguales a las que planté. Me estremezco pensando que cada una de ellas se transformará en infinitos soles… Me siento feliz y sonrío, pensando en el milagro de la naturaleza, que guarda la vida en el corazón de cada semilla y en el milagro de la vida, que apresa en nuestro corazón el amor de las personas que amamos.

(A Claudia Cogo)

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